Buenas a todo el mundo!!!:) Supongo que ya os habréis enterado de las últimas novedades... bueno, si no lo habéis hecho, leeros la entrada anterior que en ella se dice todo lo que creo que se tiene que decir:S
Lo sentimos bastante los tres admin., pero es lo que hay; Nosotros no podemos hacer más... Aún así, vamos a seguir funcionando, y esperamos que vosotros continuéis leyéndonos y disfrutando mientras lo hagáis.
Es por eso que hoy publicamos uno de los pocos textos que nos quedan de los enviados que hemos prometido publicar (es lo más justo para los autores/as).
El texto se llama "Sweet", y la escritora quiere añadir que tal vez se convierta en una novela, aunque no sea muy larga. Si es así y os gusta el relato, estoy segura de que todos estaremos deseando leerla;)
El blog de esta chica, Kirtashalina, es http://kirtashalina.blogspot.com/. Nos envió otro texto, "Agorafobia", así que si os gustó y este también, tenéis que visitar su blog:)
Y eso es todo por el momento... no puedo decir nada más, ya os iremos informando de alguna que otra sorpresilla que tenemos preparada para que leáis^^
Un besazo a todos, a cuidarse!:D
Lo sentimos bastante los tres admin., pero es lo que hay; Nosotros no podemos hacer más... Aún así, vamos a seguir funcionando, y esperamos que vosotros continuéis leyéndonos y disfrutando mientras lo hagáis.
Es por eso que hoy publicamos uno de los pocos textos que nos quedan de los enviados que hemos prometido publicar (es lo más justo para los autores/as).
El texto se llama "Sweet", y la escritora quiere añadir que tal vez se convierta en una novela, aunque no sea muy larga. Si es así y os gusta el relato, estoy segura de que todos estaremos deseando leerla;)
El blog de esta chica, Kirtashalina, es http://kirtashalina.blogspot.com/. Nos envió otro texto, "Agorafobia", así que si os gustó y este también, tenéis que visitar su blog:)
Y eso es todo por el momento... no puedo decir nada más, ya os iremos informando de alguna que otra sorpresilla que tenemos preparada para que leáis^^
Un besazo a todos, a cuidarse!:D
Admin.: ClaryClaire
SWEET
Mi vida es perfecta.
Vivo en un bonito pueblo en el que nos conocemos todos. Está
a las orillas de un gran y claro lago, en el centro de un valle rodeado de
muchas montañas verdes, que en invierno se cubren de nieve. Nadie se acuerda
del nombre del pueblo, o quizá es que nunca ha tenido o que jamás se lo ha
sabido nadie. Pero es el pueblo más bonito del mundo. Es rural, chapado a la
antigua. Casi todos los edificios tienen tan sólo un piso, y los que tienen dos
se pueden contar con los dedos de una mano. Todas las casas son bonitas y no
hay nadie infeliz. Las pequeñas casitas de una planta son de piedra gris o
blanca y están llenas de balcones con flores rojas y azules. Las casas un poco
más grandes, que aunque sólo tienen un piso son enormes, están hechas de madera
y cuando pisas el suelo cruje afablemente. Este tipo de casas suele estar en
contacto directo con la orilla del lago —de hecho a veces están incluso encima
de él— pues yo siempre he relacionado el crujir de tablas de madera con el agua
y la palabra “amarre”. El resto de casas son tan dispares que no se las puede
reunir a todas en un mismo grupo, pero son todas preciosas. Algunas son blancas
o de color hueso, de dos plantas, y tienen tantas habitaciones que podrían
albergar a todo el pueblo. Otras mezclan madera y piedra para la fachada e
incluyen grandes cristaleras. Hay una especialmente bonita, de estilo
victoriano y con grandes puertas, ventanas, escaleras y jardines. También hay
otra de ladrillo rojo que es terriblemente alta, y cuando atardece produce una
sombra de varios metros de largo.
Yo vivo en una casita blanca que con el tiempo se ha ido
cubriendo de hiedras verdosas. Desde mi jardín trasero puedo acceder libremente
al lago, y de hecho dispongo de un muelle y una barquita para mí sola. Mi casa
es grande, de dos plantas, pero acogedora. Por dentro es como un refugio de
madera clara, excepto la biblioteca, que aunque está siempre bañada en luz por
la cúpula de cristal quela recubre, es enteramente de roble rojizo, o caoba, no
lo sé, nunca logro acordarme. Tiene altísimas estanterías, comodísimos
sillones, una gran ventana frente a una butaca de terciopelo rojo con cojines
suaves de pelo y plumas. Y por allí siempre ronda Angelo, mi bibliotecario. Es
alto, más que yo, y esbelto, tiene el cabello de color miel y los ojos como el
cielo sin nubes, siempre me guarda una sonrisa y un beso y me hace cosquillas
en la nuca mientras leo, me roba las gafas de leer sólo para que vaya tras él o
me quita uno de los zapatos y lo esconde en algún rincón de la casa.
En la parte delantera de mi casa hay una pastelería. Es mía,
y también es perfecta. Tiene vitrinas y expositores de cristal, y los estantes
están siempre a rebosar de dulces. Calo enseguida a la gente y siempre sé lo
que les conviene, así que sin que me digan una palabra sé si quieren chocolate
blanco o negro o con leche o con almendras o con una pizca de pimienta,
caramelo o praliné. Y sé si quieren galletas, bombones, una tarta o un cruasán.
Y es que yo preparo de todo. Cocino un
pastel llamado Montblanc, que es de nubes, leche condensada y azúcar glass. También
cocino otro llamado Ireland, que es un pastel en forma de montaña, y es de
chocolate y menta, que parecen tierra y hierba. También cocino uno azul llamado
Lluvia que sabe a agua ligeramente salada y a arándanos y cuando le pegas un
mordisco es como si mordieras un fruto jugoso, y un líquido suave te resbala
por los labios. Cocino macarons de todos los tipos y colores, e incluso cocino
tartas a las que le doy la forma que el cliente quiere; un libro abierto, una
taza de café, una mariposa, una cámara de fotos, incluso unas iniciales. Y
preparo unas tostadas riquísimas, con rebanadas de pan muy gruesas, doradas y
calentitas, cubiertas de mantequilla que se derrite en segundos y mermelada de
albaricoque, melocotón y frambuesa. Y cocino churros, tortitas y napolitanas de
jamón y queso y chocolate, que normalmente acompaño de una taza de chocolate
caliente con una buena capa de nata y una nubecilla dentro. Y hago el mejor
café del pueblo, aunque aquí todos somos muy dulces y preferimos el chocolate.
Horneo pan, magdalenas y hago creps, cocino pequeñas delicias japonesas y
preparo jugo de bayas —elixir, me gusta llamarlo— y zumo de menta. También
espolvoreo hojas trituradas de menta, cacao en polvo y un poquito de pimienta
sobre un vaso de leche caliente, y al removerlo sale algo llamado India. Hago
compotas de limón, fresas y pomelo, y las guardo en tarros tapados con un trozo
de tela a cuadros rojos y blancos o azules y blancos, depende de los gustos del
cliente, y la ato con un lacito rojo o azul, a juego. También cocino unas
buenísimas pizzas de dulce de leche y chocolate blanco, pero sólo los más
valientes se atreven aprobar su dulzor.
Y todo eso es en invierno, porque en verano, cuando hace
demasiado calor para preparar algunos dulces —se derretirían— hago helados.
Helados de leche con virutas de chocolate blanco, negro o con leche, que yo
llamo Dálmata; un helado de nata con algo de leche condensada fría por encima,
llamado Nieve; incluso uno tan sólo de chocolate (cualquier variedad de
chocolate) con sus respectivos nombres: Espuma (blanco), Ébano (negro) y Edén
(con leche). También preparo uno llamado Verano, que es de limón y está
recubierto de un montón de virutas de colores, además de una perla dorada de
azúcar que simboliza el sol. (Además, este helado está siempre rebajado en el
mes de Agosto, que es cuando más calor hace. Pasa devaler dos euros a uno con
veinte). Otro de los helados que más se venden es el de fresa. Es totalmente
rosa, con trocitos de chocolate como si fueran las pepitas de una fresa de
verdad, y como si fuera un sombrero, una corona verde de pasta de azúcar
recubre la bola de helado en forma de corazón. Se llama Nenúfar y es muy
popular entre los niños y niñas del pueblo, y ya que se lo compran siempre con
sus ahorros, les suelo cobrar tan sólo un euro, pero casi siempre me dan una
propina de cincuenta céntimos más, si es que llevan suelto encima. Aparte de
ese helado uno de los más populares es París. Es de naranja, pero dentro lleva
una varilla de praliné, como si fuera la Torre Eiffel, y está decorada con
pequeñas borlas de caramelo. También está Océano, que es azul con motas marrones,
de café. En realidad es azul porque le echo un colorante turquesa al helado de
crema, pero a la clientela le gusta igualmente. Pero mi favorito es, sin duda,
Invierno. Está constituido por una bola de helado de crema, teñido por completo
(incluso interiormente) de color azul marino. Por fuera se recubre de chocolate
blanco, creando una capa limpia como la nieve, y por último, se le añade un
pequeño chorro de lágrimas de diamante, que es una crema de un caramelo
especial, de color blanquecino brillante, como plateado. Se deja que resbale
por encima y caigan gotas, cubriéndolo poco a poco, y después le pegas un
mordisco y ves que por dentro es oscuro como la boca del lobo. Aparte de esos
helados “especiales” y otros tantos, están los típicos sabores que pueden formar
parejas, tríos o grupos de cuatro o más; chocolate, limón, fresa, naranja,
menta, stracciatella, coco, vainilla, praliné, trufa… Estos se venden un poco
menos, pero como son baratos y no me cuesta nada elaborarlos, consigo acabar el
verano sin que no me quede ni uno solo.
Aunque los niños tengan colegio, en mi pueblo es fiesta
todos los días. En la plaza de piedra, cerca de la herrería y una de las
posadas —es un hotel, pero tan pequeño que es mejor el término “posada”— se
unen cables entre las casas de alrededor y se cuelgan luces y trozos de tela
pintada que cualquiera puede decorar, formando un techo con la telaraña de
colores que se encienden en cuanto se pone el sol. Después, los que tienen buena
mano con los instrumentos empuñan sus armas y, si al coro le place —o más bien,
si no han tomado demasiado helado como para que se les hayan congelado las
cuerdas vocales—cantan canciones hermosas. Y el resto bailamos, a veces,
alrededor de una gran hoguera. A las diez todos los niños se van a la cama para
que al día siguiente puedan acudir al colegio a las nueve de la mañana, sin
pasar demasiado sueño. Los ancianos suelen marchar hacia las once u once y
media, y los jóvenes, que son suficientemente mayores como para no ir a clase,
pero demasiado jóvenes como para haberse cansado de la fiesta todavía, siguen
bailando hasta las doce o la una.
Todos los días me levanto a las siete. A esas horas hay poca
gente despierta, y paseo libremente por las calles empedradas, a veces
descalza. En mi pueblo nadie tira cosas al suelo y todos andamos sin zapatos y
sin temor a hacernos daño. A las siete y diez llego a la panadería y compro dos
hogazas; una para mí y otra para mis vecinos, una pareja agradable de ancianos
con los que como todos los martes (aunque todos los días les llevo el pan). Yo
misma podría elaborar las hogazas, pero mi pan es algo más caro, para ocasiones
especiales, y el de cada día todo el pueblo se lo compra al panadero. Como éste
es muy simpático y siempre tiene algo que contar, me quedo hablando con él
hasta que los primeros madrugadores despiertan y llegan a la panadería.
Entonces, a las siete y veinte, me despido de todos y voy al puerto. Allí
siempre está un amable pescador de pelo canoso que acaba de traer mercancía del
lago. Como todos los días saco de mi bolso beige un botecito con las sobras del
chocolate de ayer, él me reserva el mejor pescado, así que hoy me entrega un
ejemplar plateado con grandes escamas envuelto en un grueso plástico tan blanco
como mi vestido. Yo me lo guardo en el bolso, y a las ocho menos veinticinco
acudo a la floristería. Allí cada día compro una flor distinta, para decorar el
jarrón de cristal que me regaló una vez el artesano del pueblo. Hoy me siento
llena de energía, así que compro seis rosas rojas —mi número de buena suerte— y
las llevo en la mano hasta mi próximo destino; la carnicería. Llego a las ocho
menos cuarto y salgo diez minutos después con dos piezas de carne suficientes
para dos días (así voy a la tienda un día sí, un día no). Entonces entro a la
frutería, que está enfrente, y a las ocho salgo cargada con una bolsa llena de
pomelos, bayas, fresas y frambuesas para mí, porque no han inventado más piezas
de fruta que me gusten. Sin embargo también compro naranjas, limones, coco y
arándanos, porque tengo que elaborar mis helados con alimentos de calidad. A
las ocho y diez vuelvo a casa pasando por delante de La Granja, donde mis
abuelos llevan su negocio de compra y venta de mascotas y ganado. Yo
normalmente sólo paso a saludarles, pero un día les compré un cachorrito fruto
del cruce entre un lobo y una perrita. Es un cachorro de pelaje tan blanco como
mi pastel Montblanc, y de ojos de un hielo azulado, así que le llamé Blues.
Cuando llego a mi casa ordeno la compra y me permito un
pequeño desayuno con Angelo a base de chocolate caliente y tostadas, para
recuperar las fuerzas que he perdido caminando y cargando bolsas. Cuando todo
está en orden me pongo el delantal de color marfil que me regaló mi madre y
empiezo a preparar los dulces que más se venden y que se gastarán enseguida, y
por si acaso también cocino algunos menos solicitados. Aunque en teoría el
negocio lo abro a las nueve, quince minutos antes ya están los primeros
clientes dentro de mi tienda, normalmente los niños que quieren llevarse algún
pastelito al colegio para almorzar. Y al que primero me compra algo, le regalo
otra unidad de lo que ha elegido, como premio. Cuando las madres y los padres
de las criaturas se enteraron de que sus hijos se llevaban dos artículos por la
mitad, me insistieron en pagarme todo lo que había regalado, y como yo no cedí,
me compraron una hucha de lata con un collage casero de fotografías de cosas
bonitas (atardeceres, montañas, dulces, sonrisas, animales) y lo colocaron en
mi mostrador, al lado de la caja registradora. Así, casi siempre que me compran
algo, añaden una pequeña propina y la meten en la caja. Lo que no saben es que
cuando la hucha se llena, cuento el dinero que hay y con eso compro los
materiales necesarios para elaborar galletas con chocolate que reparto por todo
el pueblo.
A la una, cuando termino de trabajar, me voy a comer. Cuando
es martes, en casa, con mis vecinos; y el resto de los días, en casa de mis
padres, o en Isla Tortuga, la taberna del pueblo, junto con unos amigos; o si
no, en mi propia casa, junto a Angelo y Blues. Después, a las tres, reabro la
pastelería y atiendo a los clientes hasta las seis. A veces Angelo tiene que
ayudarme y hacer de cajero mientras yo cocino, porque algunos días mi
pastelería está a rebosar. Entonces, cuando ya no queda nadie, coloco el cartel
de “¡Mañana habrá más sonrisas de caramelo! (:”,subo al piso de arriba a
ducharme y me visto todavía con el pelo húmedo. Me pongo unos shorts vaqueros,
una camisa blanca, sandalias marrones y una chaqueta fina—porque hace fresco
por la noche—, y salgo por ahí con Angelo, que ha estado hasta entonces leyendo
solo y ordenando mis libros, en la biblioteca. Normalmente vamos a la Casa del
Té, donde sirven infusiones de todo tipo. Yo siempre elijo la de jazmín, menta
y rosas, pero Angelo prefiere la de té negro y manzanilla. También a veces
tomamos algo en Isla Tortuga, porque siempre hay un grupo de personas que se
sube a una mesa a bailar (yo entre ellas, siempre que no lleve un vestido).
Entonces Angelo me invita a cenar a su casa, la bonita casa victoriana de dos
pisos. Cenamos, pasamos por mi casa para coger el postre y nos llevamos a mi
muelle a Persia, mi tarta en forma de lirio color atardecer, perlado de gotas
de azúcar, que hacen las veces de rocío. Cuando acabamos él me sonríe y me besa
como si fuera la primera vez, me contagia a los labios la sonrisa y el sabor de
chocolate y naranja de Persia. Entonces vamos al centro del pueblo de la mano,
y bailamos con los demás, bebemos un poco de whisky, pero como es demasiado
fuerte para mí, alguien termina consiguiéndome un vaso de agua para aclararme
la garganta, y un bollo de azúcar para quitarme el gusto a alcohol del paladar.
Cuando se extingue el fuego y la luna se va a dormir, Angelo y yo volvemos a casa, nos metemos en
la cama, y entre sueños esperamos la llegada de un nuevo día.
Así era mi vida. Perfecta. Hasta que morí.
Kirtashalina